lunes, 25 de noviembre de 2019

Madre

Texto de Laura Romero
Fotografía: Jorge Romero
No puede verme, pero la observo en la quietud del amanecer desde la deslucida mecedora de su dormitorio. Las primeras luces que se filtran entre las ondeantes cortinas oscilan sobre su cabello cano, derramado sobre unas sábanas que desvelan una noche difícil. Tras sus pálidos párpados, intuyo los ojos que un día me hablaron de la vida y que ahora yacen yermos. Su piel, firme ayer, hoy se muestra flácida, con los surcos que un tiempo inclemente y una lucha forzosa han dibujado en ella.

Su cuerpo consumido, sus brazos que abrazan un recuerdo que se marchó conmigo, su expresión rota, reflejo involuntario del tormento acuciante de una madre que no supera la pérdida de una hija. Fuera, tan solo el creciente murmullo de las mujeres tempranas que marchan en protesta, eternamente heridas.

Despacio, trato de memorizar cada ínfimo detalle de su silueta, mientras el espejo frente a su cama muestra un breve fulgor hiriente de lo que fui: todo menos libre. Me dirijo hacia la cama, junto a esa reducida mujer doliente. El número de mujeres en la calle crece a la vez que su clamor. Acaricio la cabeza de mi madre y mis dedos juegan con el blanco de su cabello. Una sensación de paz la invade momentáneamente, suavizando su expresión a la vez que la luz tímida del alba cobra fuerza, invade el dormitorio y nos envuelve en un halo de irrealidad efímera cuya belleza y fugacidad me conmocionan. Ahogo un grito de impotencia porque la violencia rompió algo tan preciado como ajeno a ella, como un niño travieso mutilando mariposas. Paz robada, paz acribillada, escarnecida.

Paz. Ningún descuido supera en atrocidad al olvido de esta palabra, silenciada por el clamor egoísta de quienes, descorazonados, incapaces de sentir la belleza por sí mismos, al borde de la locura imponen su fuerza en un instante que, aunque breve, supone el fracaso de anales de lucha. Fue su ausencia quien me aniquiló. Mis lágrimas riegan la piel lacia de mi madre, que entorna los ojos desorientada. La luz reflectada en el espejo me atraviesa, deslumbrándola y sucede. Por un instante, su mirada se cruza con la mía, inconsistente. Mis lágrimas llaman a las suyas y sus ojos me escrutan cansados mientras tímidos colores irrigan su rostro marchito. Su mano lívida recoge mis lágrimas. Bendita intemporalidad. Se levanta, se viste su vestido azul y tras coger su pancarta, preparada no sin dolor unos días antes, se vuelve hacia mí.

Entonces, veo a una mujer hermosa que lucha contra ese vacío que la ahoga en el silencio, una mujer que, consumida por el tiempo y el pesar, no se amedrenta. Veo a una madre que sufre en nombre de todas las madres a las que la vida les ha arrebatado sus hijas por el mero hecho de ser hijas y no hijos. Y se va. Me apresuro a la ventana y la veo perderse entre una multitud de voces rotas que luchan por la paz, por el amor y el respeto. Las voces de las mujeres que se alzaron, de las que se alzan y las que se alzarán inundan mis oídos, la luz me ciega y la brisa acaricia mi piel. Me fundo con el aire, me pierdo entre las voces, danzando entre exigencias. Ahora, soy la brisa. Ahora soy la esperanza de las mujeres que claman un mundo de igualdad, de justicia y amor. Ahora, soy libre.

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